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miércoles, diciembre 25, 2024

EL MUNDO DEL ESTADIO VENUSTIANO CARRANZA

DR JAIME LPEZ REl hablar, el reír, o el caminar, son acciones estrictamente personales y con las que cada uno de nosotros es fácilmente identificado. He descubierto que el correr también lo es.

Desde hace unos dos años acudo a caminar a la pista del estadio Venustiano Carranza, al oriente de la ciudad. Allí se vive en otro mundo.

Acude, desde las siete de la mañana, un público de lo más variopinto: mujeres, varones, jóvenes, maduros, ancianos, ricos, pobres. Quizás no haya una identidad de grupo, pero todos se conocen a fuerza de verse a diario. Incluso, algunos se dan los “Buenos días”, y siguen adelante. En lo personal, me saludan sólo un sobrino y una señora que pasa corriendo a mi lado. A esta última, una vez le pregunté: “¿Cuántas vueltas le da?” Me contestó secamente: “veinticuatro”. Bendito Dios, yo la recorro cuatro veces, caminando, y me empiezan a frenar los calambres.

Algunos van solos, otros, en pareja, y la mayoría, en grupos. Un corredor acostumbra trotar con sus manos en la parte posterior de la cadera, como si llevara un dolor; uno más, que corre solo, al soltar el aire en cada espiración, emite un verdadero quejido (al principio me preguntaba si no se estaría esforzando demasiado). Hay otro, que parece más preocupado por levantar las piernas que por avanzar, y que, al pasar, nos deja el intermitente ruido sordo de cada pie al caer sobre el tartán. Y uno más, antihigiénico como el que más, que con frecuencia, al estilo campirano, con los dedos sobre las alas de la nariz, se suena, y luego, así como usted lo va a leer, arroja aquello sobre la misma pista.

Quienes van en grupo, contraviniendo la más elemental norma de salud respiratoria, casi siempre corren platicando. He visto a mujeres ir trotando, al tiempo que, vía el celular, van haciendo más grande la fortuna de mi compadre Slim. Se hace presente también un grupo de unos diez o doce corredores que mientras trotan no dejan de hablar de las competencias en las que participaron, o de aquellas que se avecinan.

Una vez a la semana asiste un grupo numeroso de jóvenes que tienen el privilegio de trotar por el césped de la cancha de fút bol. Seguramente se trata de algún equipo de las fuerzas inferiores de los “Monarcas”.

Pero lo que ayer vi, eso sí que me dejó con los ojos romboidales. Dos monjitas, surgidas no sé de dónde, caminaban de prisa sobre la pista rezando un rosario. Todos las vimos. Pero hoy no regresaron. Algunos se preguntaron: “¿Sería una manda?” Otros, “¿Estarían pidiendo algo humanamente inalcanzable?”, o bien, “No serían unos ángeles que perdieron el rumbo”? A mí me cayeron bien y sólo pensé: “Estas saludables madres sí que son a toda ídem”. 

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