Si el hombre fracasa en conciliar la justicia y la libertad, fracasa en todo
Albert Camus (1913-1960) Filósofo argelino
El Congreso del Estado aprobó este miércoles una ley para proteger a activistas de derechos humanos y a periodistas, dado que con frecuencia son objeto de hostigamiento, amenazas e incluso agresiones físicas y hasta atentados contra su vida.
Desde luego, todo intento por reducir los riesgos contra ambos sectores, activistas y periodistas, es loable y digno de respaldo. En realidad, los diputados hacen lo que les alcanza, legislar sobre la materia. Ahora, la ley obliga a diferentes instancias de gobierno y del poder público en general, a implementar con celeridad medidas de protección cuando cualquiera de los integrantes de esos sectores se encuentre amenazado.
Digamos que en términos teóricos, es rescatable y debe respaldarse la nueva ley. El problema, empero, claramente no pasa por el marco legal, sino por los escenarios de violencia y de impunidad que dominan no la actividad de periodistas y defensores de derechos humanos en general, sino de toda la población. Hoy la presión de la criminalidad organizada y no organizada, es tal que las agresiones y aun los asesinatos son constantes en medio de una completa impunidad.
Por tanto, más que leyes, lo que se requiere son decisiones gubernamentales del más alto nivel para comenzar a revertir los alarmantes índices de criminalidad, para lo cual no hay otro camino que combatir y reducir a los cárteles pero también a los delincuentes que en grupos pequeños o aun en lo individual siembran el terror y dominan este país desde hace dos décadas. Michoacán, desde luego, está lejos de ser la excepción.
Como sea, habrá que ver cómo opera en los hechos el nuevo mecanismo legal de protección a activistas y periodistas, a la espera de que no haya sido aprobada la ley en ese sentido solo porque así lo impone “la moda” o por ser políticamente correctos, sino porque en verdad desde el poder público hay el compromiso de hacer lo que razonablemente esté al alcance para proteger a dos sectores fundamentales en la democracia, pero paradójicamente de los más vulnerables.
Y a la pesadilla ya solo le quedan 468 días.
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