VISTOS DESDE EL COSMOS
Desde la Luna (satélite de la Tierra que desde hace millones de años se desgajó de ella) nuestro planeta se observa casi redondo, y tan liso como una bola de billar; claro, cuando su exposición al sol es completa.
Carl Sagan (1934-1993), astrofísico estadunidense, aseveró que la tierra se observa como “un punto azul constituido con polvo de estrellas”.
Ni duda cabe, nuestro hogar cósmico es un gran todo, que gira como una unidad, y donde, curiosamente visto desde otro astro cósmico, no se nota ni una sola división.
Stephen Hawking (1942-2018), físico cósmico inglés, dijo que “cuando contemplamos la Tierra desde el espacio se ve como una imagen simple, con un mensaje cautivador: un solo planeta, una sola especie humana”.
Hace apenas unos días, a través del Observatorio Astronómico Chandra, la NASA registró (y lo publicitó) un conjunto de constelaciones en forma de un cósmico árbol de navidad, un abeto, triangular, con su ábside y su estrella en la punta superior, sus ramas maxifalderas abiertas, en la base, y llenas de esferas. De verde huinumo es su cuerpo, sosteniendo lucecillas de diversos colores.
Así describo lo que observo de la imagen enviada por la NASA.
Entiendo, en este caso mi imaginación es subjetiva.
Además, es posible que alguien (en esa Administración Nacional de Aeronáutica y del Espacio de los Estados Unidos de América) haya retocado un poco esa imagen; empero, aunque así haya sucedido, el hecho nos permite formular algunas reflexiones, en torno a la Navidad y al Año Nuevo.
La navidad, o natividad, es el nacimiento; mejor aún, emplearé el verbo en infinitivo: “nacer”, como acción, eje, de toda esta familia de palabras.
Todo nace, y muere, (con su verbo infinitivo “morir”). Nacer y morir son las dos caras o rostros de la moneda de la existencia.
El día del nacer, es el día de la navidad. Nace una hormiga, un virus, un árbol, un hombre, una estrella o un puñado de universos.
En la cultura cristiano occidental se ha fijado el 25 de diciembre de cada año como Día de la Navidad, por el supuesto nacimiento del hijo de dios, llamado Jesús, o Cristo; personaje desplantado de los cuatro evangelios, o las cuatro biografías oficiales de ese Jesús, que constituyen el Nuevo Testamento.
Lo curioso es que ninguno de los cristos que se registran históricamente como crucificados (por hacerse pasar como hijos de dios-padre) fueron cristianos. Fueron hebreos, y partes de la religión hebrea.
Esa religión tiene su gran libro: La Biblia, el Viejo Testamento, compuesto por decenas de libros. Esos hebreos siguen esperando la llegada del Mesías, o hijo de dios padre.
La singularidad de esa precisa navidad es sólo una mínima parte de una de tantas culturas humanas, sin mayor trascendencia para el cosmos ni la ciencia astrofísica.
Algo semejante nos pasa con los años nuevos. El tiempo y el espacio son sólo características de la materia y la energía.
Y el planeta donde vivimos, conforme nuestras medidas científicas, dura 365 días y seis horas en su movimiento elíptico de traslación en derredor del sol.
Nuestra cultura occidental tiene el calendario que Julio César ordenó que se hiciera: el calendario juliano. Con esa contabilidad llegaremos al año 2024, después de César. Antes de César ningún cristo tuvo que ver en esta contabilidad temporal de calendario.
Los astrónomos de Julio César tuvieron ligeros equívocos, lo que ocasionó que en el año 1582 se corrigiera levemente ese calendario por parte de los astrónomos del Papa Gregorio XIII, y desde esa época se llama calendario gregoriano.
Nuestra navidad y nuestro año nuevo no tienen sentido vistos desde el cosmos. Ni siquiera tienen sentido para todas las culturas que hay en el planeta Tierra. Los hebreos vivirán su año 5784; los chinos estarán en su año 4722; y hasta en sus natividades encontramos diferencias.
Claro que por razones de globalización, el calendario occidental se ha impuesto.
En su nacimiento, la especie humana estaba constituida por unos animalitos insignificantes.
Hoy, según el historiador israelí Yuval Moah Harari, de 47 años, nuestra especie, “de ser animales nos hemos convertido en dioses, y no damos explicaciones a nadie”, de tantas tonterías que cometemos.
Mi ruego en estas fiestas decembrinas es qué: ¡seamos responsables!
Y, a través de nuestra responsabilidad, conquistemos nuestra dicha.
¡Felicidades!