Todos los sacerdotes, pastores, guías espirituales, capellanes y como se les llame en las diferentes religiones a quienes conducen a una grey, tienen como uno de sus más importantes objetivos la salvación del alma de sus seguidores. Y a él enfocan los contenidos de sus sermones.
Por supuesto que los mortales tomamos a estos guías espirituales como un medio del cual se sirve una Voluntad Superior. Y el hecho de saber que probablemente en otras dimensiones, ignotas para los profanos, ese componente incorpóreo de nuestro ser que es el alma, se encontrará en los apacibles espacios que rodean las mansiones celestiales, sin duda que derrama un bálsamo de tranquilidad entre los creyentes.
Pero, hace unos cuantos días, el Viernes Santo, un sacerdote de la iglesia católica romana, quien ostenta un alto cargo dentro de la estructura de esa religión en el estado de Guerrero (si no tengo una información equivocada es un Obispo de la Diócesis de Chilpancingo y Chilapa) tuvo una actuación que trascendió los ámbitos estatales y ocupó amplios espacios en la prensa y mucha saliva en la televisión.
Sabedor de que un sacerdote de su Diócesis había sido detenido por los integrantes de un grupo delictivo en el sureño estado, el Obispo Salvador Rangel Mendoza decidió ir a interceder por él ante los mafiosos. Seguramente se encomendó a Creador, contrató los servicios de un helicóptero, vistió sus arreos de obispo —vaya usted a saber si también se enfundó algún arma por aquello de que se entrevistaría con hombres cuyas manos eran diestras en el gatillo, y cuyos oídos estaban más acostumbrados al ruido de las metralletas que a los sermones de una iglesia—, y se dirigió a la escarpada sierra guerrerense. Hasta aquí, la faceta de hombre valiente. Enseguida viene la del negociador.
Ordenó al operador del helicóptero:
—Vamos a la Sierra, al Municipio de Heliodoro Castillo.
El conductor de seguro tragó saliva, antes de preguntar:
—¿A qué lugar, Su Santidad?
—A “Pueblo Viejo” —respondió con firmeza el religioso.
El piloto, después de persignarse, puso a funcionar la máquina y en unos segundos la nave se perdió tras la polvareda levantada por las aspas.
Como todo mortal, el obispo tenía temor, pero, aun así, durante el corto vuelo iba organizando su plan. Los pobladores de la comunidad se encontraban sin agua desde hacía algunos días y habían acudido a él rogándole que interviniera. Para dar un cariz democrático a su participación, la falta de agua entre los pobladores sería su arma principal. Y colateralmente, trataría el asunto del sacerdote secuestrado.
Según versiones de algunos guerrerenses, cuando descendió del helicóptero, fue interceptado de inmediato. Al reconocer de quién se trataba, los mafiosos bajaron las armas. Y allí, a la sombra de una parota, le pidieron que dijera cuál era el motivo de su llegada. Después de hablarles de la carencia del agua para la población, una andanada de frases se escuchó en el inhóspito paraje: “Aquí tenían a nuestros rivales”; “les dieron comida y casas donde dormir”; “se metieron en nuestro terreno”; “y hasta collones fueron, porque, cuando llegamos, patas pa’ qué las quero”.
Bastó que el obispo les hablara sobre la imagen de salvadores que ellos tenían, para que aceptaran reabrir la tubería del agua. Luego trató el asunto del sacerdote secuestrado. Le explicaron su sospecha de que el detenido estuviera relacionado con sus rivales, asegurándole que nunca habían pensado quitarle la vida.
Después vino el punto culminante de la entrevista.
—Quiero, pedirles, hijos míos, que ya no cometan atrocidades con quienes desean servir al pueblo como presidentes municipales o como diputados. Como ustedes saben vendrán pronto los candidatos (y siguió con el rollo ese de las campañas electorales).
Como en un buen banquete, el postre viene al final. Y aquí lo tiene usted, querido lector. Lo que escuchó el obispo fue, palabras más palabras menos, lo siguiente:
—Mire, Padre, para que ya no nos quebrarnos a ningún otro candidato, nomás les pedimos dos cosas (el que hablaba ante el obispo, seguramente se llevó frente a la cara, una mano con los dedos índice y medio separados a la manera de la churchiliana señal de victoria): una, que no compren los votos; y dos, que no ofrezcan lo que no vayan a cumplir. De allí en más, pueden venir cuando queran, y serán respetados.
Ningún otro mensaje más certero ni más lacónico que el que acababa de oír el religioso. Éste no supo qué contestar, pero abordó el helicóptero con este final pensamiento: “Cuánta razón tiene esta gente”: que no compren votos y que no ofrezcan lo que no vayan a cumplir. Se bajó del helicóptero. Estaba definitivamente satisfecho: si en la iglesia predicaba sobre la salvación del alma, hacía unos minutos, en una inexpugnable serranía, acababa de salvar, también, la vida corporal de esa especie tan singular de nuestros políticos mexicanos.
N. B. Cada día se suman mayores muestras de apoyo a este obispo, por parte de las autoridades eclesiásticas. Aunque para muchos no valió la pena el exponerse por los políticos quienes, salvo honrosísimas excepciones, son los maestros en el arte del mentir.