Un día le pregunté a Manuel Segura, un serrano de Mil Cumbres, si quería trabajar con un amigo mío, carpintero de ocupación, quien estaba necesitando un auxiliar para los trabajos que a él le encomendaban. La respuesta de Manuel me dejó sorprendido: “Mire, dotor, —me dijo—, la mera verdá, es que’l trabajo no s’hizo para mí”.
En la última semana, me topé con cuatro personas que me dieron la misma respuesta, pero con sus variantes muy particulares. Un servidor buscaba una persona para que realizara “las labores propias del hogar”, esa expresión que nos recuerda los cuestionarios de los censos, o las historias clínicas de los pacientes que hacíamos hace más de cincuenta años en Hospital General “Dr. Miguel Silva”.
A la primera, la encontré en la avenida Acueducto, muy cerca de la Fuente Tarasca. Se acercaba a los conductores que esperaban el cambio de luz en el semáforo. Algo vendía y cargaba en sus espaldas, a un hijo de unos meses. Me dijo: “No, yo aquí me gano la vida vendiendo chicles, y pa’ las dos ya saqué lo del día”.
Otra mujer me visitó a la casa, enviada por un amigo a quien le había comentado la necesidad que yo tenía. Esta observó el trabajo que había que realizar y luego preguntó por el salario. Cuando se le dijo, empezó a exprimir el seso, y luego dijo, mientras iba doblando los dedos de la mano: “Sí, está bien; pero, échele, voy a necesitar cuatro combis. Ya son cuarenta pesos diarios, más los churritos y el refresco, póngale otros cuarenta; ya son ochenta. Me va a quedar tanto. No, mejor búsquese otra. Yo no puedo”.
Al día siguiente, mientras trapeaba la sala, tocaron a la puerta. “¿aquí es donde buscan una señora para el aseo de la casa?”. “Para el aseo y hacer de comer y todo lo que se necesite”, le contesté. “¿Y, cuánto paga?”, preguntó mientras masticaba chicle y se limaba las uñas pintadas. Este fue el único caso en que un servidor puso los mayores obstáculos, previendo una contratación equivocada.
Una señora cincuentona, que venía de un rancho cercano a Morelia, me aseguró: “Si me da dos veces las pensiones que recibimos mi marido y yo, en el Ayuntamiento, sí me vengo”. “¿Cuánto les dan de pensión?”, le pregunté. Pos, tres mil a cada uno. Ahora quien hizo cuentas fui yo. “Esta mujer —pensé— quiere el doble de las dos pensiones, o sea doce mil pesos mensuales; y yo, ¿de qué voy a vivir, entonces?”
Se iluminó la única neurona que me ha de trabajar, y me fui buscar a alguna señora entre los limpiaparabrisas de los carros. Encontré una que, junto con su esposo, se desempeñaban con singular rapidez. Les planteé la situación y luego la señora empezó a preguntar: Dice mi marido que si hay que estar a una hora en el trabajo. “Sí, por supuesto, a las ocho”. “Mmhh”, pujó la señora, y le transmitió la respuesta a su cónyuge. Luego me dijo: “Que dice que si me da seguro”. “Dígale que sí”. “Que si también hay que ir los sábados”. “Dígale que no”. “Y que si va a dar vacaciones” “Dígale que sí”. “Dice que no, que aquí sacamos más”.
Puse un anuncio en un diario y estoy esperando. Mientras, sigo exprimiendo las neuronas, mientras hago lo propio con el trapeador.
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