La cultura de la paz está lejana en nuestro país porque los hechos acontecidos en los últimos tiempos revelan una descomposición sin matices, la saña es una carecterística, el grado extremo en que se cometen los crímenes no tiene precedentes.
La coloración de la sangre pinta los mapas de México sin que haya una fórmula que garantice el retorno de la certidumbre. Los feminicidios han registrado un funesto incremento que irrita y enfurece, ante el vendaval desatado de la inseguridad los gobiernos dan palos de ciego porque no atinan a resolver el problema que crece cotidianamente.
Asesinatos espeluznantes contra las mujeres se han perpetrado, muchos de ellos envueltos en la impunidad, todo ello ha provocado lógicas protestas ante la vulnerabilidad de las víctimas que, en muchos casos, son revictimizadas por medios de comunicación que no abonan para amainar la violencia.
Las historias de horror son múltiples, hechos consumados e injustificables, las preguntas serían a dónde se fueron los valores, qué ruta tomó la empatía, por qué los gobiernos lucen incapaces y nuestro sistema de justicia hace agua.
No hay respuesta de los gobiernos que muestran una pasividad incomprensible, una parsimonia insultante. En tanto, las estadísticas se incrementan como también la saña y el odio como combustibles de la tragedia que se multiplica para ser un surtidor de historias de la ignominia.
En los últimos días dos crímenes sacudieron a la sociedad: Ingrid Escamilla y la niña Fátima, la narrativa en torno a dichos casos es brutal porque no hay palabras para ponerle nombre a dichos actos, la maldad ha roto esquemas y la violencia deja marcas.
La violencia de género se ha extendido para provocar reacciones que no cesan porque no termina el trance doloroso que retrata injusticias, brutalidad y el repudio de amplios sectores sociales.
La narrativa diaria también detalla el accionar de los grupos del crimen organizado que arremeten contra los cuerpos coercitivos del estado mexicano hasta la humillación. México parece, en muchas regiones, un campo minado ausente de justicia, protección y seguridad; un valle de muerte.
No se ha perdido la capacidad de indignación, lo cual es una señal de sensibilidad, porque si no hubiera protestas seguramente estaríamos peor porque sería tanto como asegurar que todo se ha perdido.
A todo el cuadro citado en los párrafos anteriores habría que agregar las historias de corrupción que se describen a diario, por ello el tejido social luce maltrecho, erosionado y a punto de ser pulverizado.
El estado de derecho es una aspiración que se reitera en los discursos y no va más allá; somos un país de leyes vigentes que en muchos casos no se aplican porque las injusticias son evidentes, calan, duelen.
De no ser por la presión social seguramente muchos expedientes estarían en el ostracismo de oficinas burocráticas, la violencia debe parar y la norma debe aplicarse porque, de lo contrario, la impunidad devorará la esperanza y eso no debe permitirse. Basta de violencia, pasividad y silencio.