Quizá sean muy pocos los políticos que desean regresar a la época del virrey Alfredo Castillo Cervantes, cuando en el año 2014 el gobierno mexicano desplazó a los poderes de Michoacán ante el dominio aplastante y altamente peligroso para el país, que había alcanzado el crimen organizado.
Sin embargo, guste o no, ha sido hasta ahora la única receta que permitió hacer frente y eliminar a uno de los cárteles más fuertes y violentos de los últimos tiempos en el país: el de Los Caballeros Templarios, antes Familia Michoacana.
Esa ofensiva, frontal y directa, puso como objetivos prioritarios a los más importantes cabecillas de ese grupo criminal. Todos cayeron. Algunos abatidos y otros capturados. Ninguno, de los más mediáticos y conocidos en esa etapa, quedó en pie.
La persecución de Nazario Moreno, “El Chayo”, obligó al fundador, ideólogo y máximo líder del cártel, a refugiarse en la sinuosa sierra de Tierra Caliente, que conocía como la palma de su mano. Las cuevas y veredas eran su refugio, pero aún así fue ubicado y eliminado por el Ejército. Ni los altares que había en los pueblos, donde le daban trato de santo, pudo salvarlo.
Los operativos de fuerzas federales y autodefensas llevaron a Servando Gómez, “La Tuta”, a andar a salto de mata durante casi un año. El líder criminal, quien llegó a gozar de tal impunidad que desafiaba con entrevistas en medios nacionales y locales, y difundía mensajes en videos, fue aprehendido en una guarida que le habían facilitado en Morelia y actualmente sigue preso en un penal federal.
Enrique, “Quique” Plancarte, era ubicado por las autoridades como el cerebro financiero de la organización, la cual llegó a controlar la producción de la minería, el aguacate, el limón, las berries y muchos otros productos en los cuales Michoacán ha sido líder, mediante el cobro de cuotas. A “El Quique” le dieron muerte en un operativo de la Marina, en Querétaro.
A Dionisio Loya, “El Tío”, lo detuvieron fuerzas federales en un inmueble de Morelia, ubicado a escasos cinco minutos de la Casa de Gobierno, la residencia oficial que hasta el año pasado habitaron los gobernadores.
Los rostros de todos ellos ya se habían hecho públicos, visibles, en anuncios espectaculares y carteles donde el gobierno le puso por primera vez en la historia del combate al narcotráfico en la entidad, y varios ceros como recompensa, precio a sus cabezas.
Fue una época en donde los Templarios impusieron su ley. No había poder que se atreviera a enfrentarlos. Intentarlo fue la sentencia de muerte para no pocos mandos policíacos, municipales o estatales, e incluso federales. Varios alcaldes pagaron con su vida fallar en algún acuerdo o interponerse en el camino.
Un año fue el que ejerció aquí el virrey Castillo, a quien el entonces Presidente Enrique Peña Nieto nombró comisionado para la Paz y el Desarrollo Integral de Michoacán, un nombre demasiado romántico para la política dictatorial que, en los hechos, implantó el mexiquense con todo el respaldo y la fuerza del Estado. Avasalló.
Y tal vez no podía ser de otra manera por la circunstancia del momento, a diferencia del presente, en donde, sin vulnerar los poderes estatales, el gobierno federal podría replicar algunos de los ejes de aquella estrategia, mediante la cual, por ejemplo, aparte de emprender una persecución sin precedente de los principales cabecillas, se debilitaron las fuentes de financiamiento de la organización criminal, quitándole incluso el control del puerto de Lázaro Cárdenas – la principal ventana del Pacífico para el mercado asiático – y las minas.
Los operativos cerraron en automático la llave de recursos que fluían vía la extorsión, el secuestro y el cobro de piso. Retomar el control de los cuerpos policíacos, incluida la entonces Procuraduría de Justicia- hoy Fiscalía- y la Secretaría de Seguridad Pública, limitó la fuga de información y el libre trasiego de drogas.
Aquél poderoso cártel, que parecía intocable e imparable, comenzó a ser asfixiado desde varios frentes, hasta su extinción casi total. Casi total porque, los errores cometidos, dejaron vivas algunas células que se expandieron, fortalecieron y son hoy las generadoras de la violencia, por la disputa que libran con otros cárteles por el control de los territorios.
Desde aquél año 2014, ninguna otra organización ha logrado establecerse con el dominio y hegemonía que llegaron a tener los Templarios. Pero el riesgo ahí está, la amenaza no se ha ido.
Ojalá no sea necesario ver 36 municipios otra vez con barricadas y civiles armados protegiendo sus accesos ante el rebase de las autoridades locales, para entender que urge una receta en donde se vuelva a sentir todo el peso del Estado mexicano, pero sin la dosis dictatorial que lastimó nuestra soberanía como entidad federativa. Ojalá se abrace el clamor de tener ya un Michoacán en paz.
Si no, al tiempo.
Cintillo
Dos alcaldes que se atrevieron a inicios de la década pasada, a levantar la voz contra los criminales durante una reunión con el Secretario de Gobernación, no vivieron para contarlo. Ese antecedente explica la difícil posición de los ediles, que prevalece hoy en día.