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lunes, diciembre 23, 2024

AFRENTA FAMILIAR

DR JAIME LPEZ REn las reuniones con sus amigos, el padre no volvió a hablar de su hijo; la madre dejó de mostrar, a sus amistades, en la vecindad, las fotos que el vástago le mandaba desde los lugares donde él anduviera; los hermanos varones dejaron de presumir al hermano mayor y una de las hermanas, que asistía a la escuela Secundaria, tuvo que arañarse con una amiga cuando ésta le mostró una foto, recortada de algún periódico. Parecía que Francisco Andrade hubiera cometido un vergonzoso delito o que se hubiera muerto. Entre la familia, nadie quería hablar de él.

Hacía seis meses, que Francisco, tras un severo adiestramiento y dos exámenes, había sido aprobado, quedando formalmente integrado a la Guardia Nacional Mexicana. Había hecho realidad un sueño que lo perseguía desde la niñez y que, de paso, volvió famosa a su familia. Pero también empezaron las elucubraciones: que si no le daban armas, que si era corrupto como los otros cuerpos policiacos, que si lo matarían en alguna emboscada, que si lo castigaban en un calabozo, que si se iba a convertir en “drogo”, y un elongado etcétera.

Hasta que llegó el día en que lo comisionaron a la frontera sur del país. La misión era clara: contener a una avalancha humana conformada por cuatro mil multinacionales centroamericanos que, a producto de gallina, querían ejercer su “derecho a transitar por el país”. Pero, ojo, a su lado venían observadores internacionales, muy atentos siempre a que las acciones de la Guardia Nacional no fueran más allá de una caricia en la mejilla, quizás en el mentón, después, una secadita del sudor con un pañuelo desechable (de los que iban bien provistos), y finalmente, explicar a cada uno de ellos, con la voz más tersa que les fuera posible: “Perdone usted, señor visitante: tenemos instrucciones de suplicarle que tenga la amabilidad de cumplir con los requisitos que nuestras leyes demandan para poder ingresar al país. Como usted seguramente sabe, México es un país en el que la convivencia humana se rige por leyes. Yo le agradecería, etc. etc”. Luego vino aquella foto en la que se veía a Francisco, junto con un centenar de compañeros, tratando de detener una malla, empujada del otro lado por los miles de “migrantes” que intentaban penetrar a Chiapas.

En una cantina de mala muerte, durante una partida de dominó, cuando le presentaron la foto, el padre de Francisco dijo:

—Ese no es mi muchacho. Él anda bien uniformado, trai su buen cuete y todo mundo lo respeta.

—Entonces ¿por qué, —preguntó uno de los amigos— la vez que vino no traía armas?

—Ah, porque andaba de franco y así no les permiten andar armados.

—Y ¿qué no los entrenan pa´ detener malosos? No que ai lo mandaron a detener una alambrada para que no la fueran a tirar. Eso es lo que se ve en la tele. Qué mal se vieron todos.

—Es que’llos tán pa’ recibir órdenes.

—Pa’ mí que se vieron hasta ridículos. Esa no es la autoridad.

No sabemos en qué hubiera terminado aquella discusión, de no haber intervenido el dueño de la cantinucha.

Lo que sí es verdad, querida amiga, dilecto amigo, es que, si usted se pasa no ya la valla fronteriza, sino la luz amarilla de un semáforo, júrelo que le caerá encima cualquiera de las veinte policías que nos protegen, y usted sí irá a parar al fresco bote, como decía un sobrino mío. Y además, sin un: “perdone usted”, ni una limpiadita con el kleenex*.

*Por favor no me vaya usted a cobrar el comercial.

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