Hace años, en una institución muy prestigiada me enseñaron que “de lo sublime a lo ridículo no media más que un paso”. Meridiana verdad que he venido comprobando a lo largo de la existencia. Cuántas veces, digamos, en medio de un velorio, la inesperada expresión de un niño mueve a risa en medio de la solemnidad general; o cuántas otras en plena misa, mientras el sacerdote eleva la ostia, todo circunspecto y concentrado en lo que está haciendo, oímos el pregón callejero que se ha colado entre los vitrales: “Chicharrones doraditos” o aquel de: “Cañas, cañas; y no barañas”.
He traído a cuento lo anterior porque en estos días, en que la atención nacional, y la de una buena parte del mundo está centrada en la diana de los huracanes y terremotos, no faltó una estupidez más de los senadores.
Imagine usted, amable lector, paciente lectora, mientras Peña Nieto, después de posponer sus actividades y de visitarla zona afectada en el sur del país, instruía a todo su gabinete para que se hiciera presente en el área dañada; mientras los alcaldes y los gobernantes cancelaban sus compromisos y recorrían poblados y rancherías; mientras vecinos de buena voluntad abrían sus casas para recibir amigos y vecinos; mientras se organizaban los albergues y se trataba de paliar los daños, consolar a los deudos, respaldar a los damnificados y colectar víveres y recursos; mientras el ejército suspendía otro tipo de actividades, se olvidaban de las clases en las escuelas, se orientaba a la sociedad, se organizaban brigadas de salud, se restablecían ductos de agua y líneas eléctricas; mientras todo esto sucedía, nuestros ínclitos senadores, esos a quienes pagamos por no hacer nada, salen con una embajada, que no sabemos si tomarla en serio o canalizarla a donde enviamos todo lo que sale de sus virginales cerebros (virginales por aquello de, como dice José Cruz Rodríguez, no haber sido utilizados).
Ocurrió que, en medio de la conmiseración general y de la solemnidad que circulaba como fantasma en medio de ruinas y cadáveres, estos señores tuvieron la insensata idea de, hágame usted favor, abrir una cuenta para que en ella les depositemos nuestros recursos, “destinados a favorecer a nuestros hermanos en desgracia”. ¿En qué cabeza cabe —diría mi padre— pensar que alguien vaya a depositarles un peso, habiendo tantas maneras sanas de apoyar?
Esta postura no puede más que tener cualquiera de estos tres orígenes: 1.- nos siguen considerando tan estúpidos que creyeron que alguien les depositaría parte de sus recursos; 2.- fue una de tantas ocurrencias con la que pretendieron mejorar su paupérrima imagen, o 3.-, se trató de una broma del peor gusto, en medio de la seriedad con que se debe tomar una tragedia como la recientemente ocurrida.