En los siglos XVII y XVIII, el mexicano puro admiraba y respetaba a los españoles. Hoy, mestizo, admira y respeta a los yanquis. Pero, en ambos casos, en el fondo también los detesta.
Nuestros paisanos que residen en los Estados Unidos, se sienten orgullosos de ser mexicanos; y aunque vistan como los estadounidenses y traten de hablar y de vivir como ellos, en el fondo sienten vergüenza de sus raíces mexicanas.
Lo mismo ocurre en el caso del ser más querido para el mexicano: su madre. Ésta, o lo es todo, cuando dice: “está a toda madre”; o es nada, cuando exclama: “me vale madre”.
Y en la semana que está por concluir, ocurrió algo inesperado. El lunes íbamos rumbo al oriente del estado, cuando, en forma inesperada, una camioneta, que iba delante nuestro, hizo un súbito viraje. Al punto vimos cómo una barra metálica que se había desprendido, empezaba a sacar chispas mientras se arrastraba sobre la superficie del asfalto. Nos detuvimos y fuimos a ver en qué podíamos auxiliar.
El conductor de la camioneta, era un hombre moreno, con una abundante ceja negra. Frecuentemente se reacomodaba unos lentes gruesos que se le venían hasta las aletas de la nariz. Se le veía muy preocupado. Cuando miró el surco que había dejado sobre el pavimento, nos dijo con la mayor seriedad del mundo: “Esto es muy delicado. Ya sabemos que las carreteras son vías federales, que debemos respetarlas, y que uno debe reparar estos daños, como lo manda la ley. En cuanto venga la autoridad competente, asumiré mi responsabilidad”.
“Vaya, un raro mexicano”, pensé. Se ve angustiado por haber dañado una carretera federal y es un ciudadano cumplidor de la ley. Cualquiera, en su lugar, se habría largado sin esperar más.
Y ayer viernes, guardadas todas las recomendaciones que nos dan las autoridades sanitarias, hicimos un viaje a la población de Tzintzuntzan: queríamos conocer los preparativos que se hacen para celebrar la Noche de Muertos.
Llegamos sin contratiempos a la plaza principal del poblado. Poco después se empezó a escuchar una voz a través de un altoparlante. Procedía de un punto cercano a la población, precisamente donde pasa el ferrocarril. Nos acercamos y vimos a un hombre trepado en la parte trasera de una camioneta. Usaba un altoparlante y arengaba a unos cincuenta jóvenes que estaba a su alrededor, muchos de ellos, sentados sobre las vías del tren. Escuchamos que el hombre decía, eufórico:
“¡Adelante, muchachos! Esta es una lucha justa y legal, Nadie puede venir a quitarnos de aquí. Esta vía del tren es también nuestra. Todos somos mexicanos y la vía está en nuestro suelo. No tengamos miedo. Nadie se mueva de su lugar. Aquí permaneceremos hasta que el gobierno mande a un funcionario con capacidad de decidir. Pero jamás nos quitaremos. ¿La mercancía de los trenes? ¡Que se pudra! Que al cabo iba para los ricos”..
—¡Mueran los ricos! —gritó alguien.
—¡Mueran! —corearon casi todos los presentes.
—¡Viva nuestro presidente! —se oyó una voz.
—¡Viva! —corearon cuatro o cinco.
Miré con atención al entusiasta arengador. Vi que con frecuencia se levantaba los lentes: era el mismo que, dos días antes, con la misma camioneta que ahora le servía de tribuna, había dañado, en forma accidental, la carretera entre Charo e Indaparapeo.