Hay mucho de “estilo retro”, es decir, mucho de retrorrealismo económico, político, cultural, social y religioso en los grandes ejes de gobierno y en los principales discursos de Andrés López. Pero eso no es todo
También hay una obvia restauración del “estilo vintage” en el lenguaje, la pose, las maneras, los impulsos y, en general, en todo el planteamiento de semiótica ideológica, política y comunicacional que rige al actual gobierno.
Mientras el “estilo retro” invoca, apela, retrotrae y hace alusión al pasado en cualquiera de sus formas, el “estilo vintage” actualiza y/o adapta el pasado al presente, con la falsa esperanza de que las manecillas del reloj no se muevan hacia adelante sino avancen hacia atrás.
En la moda en el vestir, en la producción de determinados aparatos electrónicos, en la relojería y la telefonía móvil, las tendencias retro-vintage se pusieron nuevamente de moda al iniciar el tercer lustro del presente siglo: pantalones rotos y chamarras de cortes irregulares, electrónica antiminimalista, relojotes imitando auténticas cajas de “vaporub”, teléfonos móviles reproduciendo semejantes “ladrillos” para desafiar el músculo, etcétera. No se sabía, por entonces, que lo retro-vintage tomaría por asalto el pensar, el decir y el hacer de ciertos hombres públicos.
Lo retro-vintage es “chido”, se dice en las arterias de la “masa” y entre anticuarios y sobrevivientes de la guerra antepasada: por eso está de vuelta y es tendencia, moda, microclima cultural y estilo que regresó para quedarse.
No importa que el presidente López Obrador confunda democracia con populismo, liberalismo con izquierdismo, conservadurismo con “comajanes” y “fifís”. Lo “onda” de hoy es ser retro-vintage, ese híbrido de la cultura y mecanismo de defensa frente a lo genuinamente moderno que permite instalarse en la comodidad del pasado para no tener que enfrentar las complejidades e incertidumbres del porvenir.
Hay tres tendencias discursivas que preocupan del actual gobierno, independientemente de que fuera de ellas registre, en algunos casos, aciertos menores y aislados.
LA RESTAURACIÓN DEL MITO.- La ceremonia en que Andrés López aceptó, en toda la magna espectacularidad del zócalo, la imposición del Bastón de Mando de las comunidades indígenas del país, el pasado 1 de diciembre, no pareció un acto simbólico de regreso a nuestras raíces nacionales, ni un acto de reconciliación con nuestro origen, sino una tentativa de restauración de un tiempo mítico -y de los símbolos a él asociados- sobre el presente. ¿Tiene esto una explicación racional, en términos de ciencia política?
Absolutamente no. ¿Tiene justificación llevar a un pueblo a la adoración del Tótem de que hablaba Sigmund Freud, si ello implica desentenderse del presente y establecer una relación de conflicto con el futuro? Tampoco. ¿No se supone que la rueda de la historia avanza asimilando capas del pasado, mientras alcanza un futuro posible? No tiene sentido venir avanzando de la antigüedad al pasado y del pasado al presente, sólo para terminar atrapado en los laberintos de otro tiempo mítico.
LAS TRAMPAS DEL HISTORICISMO.- Las referencias discursivas a un Vicente Guerrero petrificado en la frase “La patria es primero”; a un Juárez “recortado” y bajo pedido, con olvido del Juárez autocrítico; a un Zapata a la medida de una impaciencia histórica y a un Madero “espiritista”, quizás indiquen mundos emocionales confusos y la nostalgia de una edad heroica, pero ello no vincula eficientemente a la política con el progreso, a la economía con el desarrollo, a la sociedad con el bienestar.
DEMOCRACIA AUTÓCTONA.- Se ha querido posicionar la idea de que el pueblo, lo “folk”, es el ombligo, la razón y esencia de nuestro sistema político, y hasta se repite la harto trillada definición de Abraham Lincoln de que democracia “es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Eso es cierto a medias porque el pueblo es una parte, no el todo del sistema democrático. Al margen de ello, revisemos la “ceremonia sagrada” celebrada el sábado anterior en Yucatán, donde el presidente López Obrador, al solicitar permiso a la Madre Tierra para construir el Tren Maya, pareció proponer al país una especie de democracia “autóctona”, independientemente de que México es un país mayoritariamente mestizo.
Pretender construir un Tren Maya con 1500 kilómetros de vías férreas, que atraviese seis entidades federativas del sureste y tenga tres modalidades de concesión para los inversionistas, contando, además, con un aval panteísta de árboles y chamanes que nadie en su sano juicio se atrevería a poner en duda, parece sonar lógico y estratégico, pues si algo necesita nuestro país en el sur son polos de desarrollo. No obstante, el proyecto tiene dos problemas: por un lado, quizás los inversionistas no salgan del empresariado nacional, sino exclusivamente del ala de los mal llamados “empresarios nacionalistas” que sobrepueblan las filas de MORENA, entre los que se cuentan Alfonso Romo y Miguel Ángel Riobbó; por otro, es probable que el daño ecológico sobre bosques, selvas y fauna no se compare con el “ecocidio” que algunas voces atribuyeron al NAIM de Texcoco, pues la superficie que lo albergará es 1300 veces mayor que el polígono de Texcoco, y no se podrá construir sin afectar especies endémicas y exclusivas de la zona, como el santuario del jaguar en Calakmul, con todo y el permiso de la Madre Tierra.
Pese a que en el presupuesto para 2019 se contempla una disminución del 32.1 por ciento para el gasto en medio ambiente, unos cuantos harán del Tren Maya y la siembra de árboles en el sureste el negocio de su vida, porque así figura en el trazo del “estilo retro-vantage” que se decide en las inmediaciones del Palacio Nacional.