En Michoacán el peso de la tradición se mantiene, la celebración del Día de Muertos lo confirma, se trata de una manifestación de hondas raíces, derivación de usos y costumbres purépechas conjugados con los símbolos religiosos, es una muestra de identidad preservada aún pese a los embates del consumismo atroz que nos propone el Hallowen como producto acabado de una furiosa globalización que amenaza mutilar los mosaicos primigenios de los pueblos.
En los últimos tiempos parece que se ha vigorizado más la tradición michoacana, en este caso específico, para propagar y preservar este patrimonio intangible que tenemos, el culto a la vida es también el culto a la muerte refirió Octavio Paz, lo cierto es que la invocación fúnebre nos vincula al peso atroz del caudal criminal que se almacena en nuestro país en los últimos años, las últimas semanas lo evidencian descarnadamente.
En lo concerniente a la tradición del Día de Muertos éste tiene su simbolismo, el retrato de una cosmogonía viva que se refleja de diversas maneras en las zonas indígenas michoacanas, principalmente en la zona Lacustre y la Meseta Purépecha, rituales, fervor, elementos de una cultura arraigada que edificó identidad.
Ahora que de manera llana si observamos el acontecer diario, los homicidios dolosos en nuestro país se multiplican, la crisis de seguridad que amenaza una precaria gobernabilidad es de efectos devastadores, la percepción suele ser funesta. La realidad no admite maquillajes.
Muertos, impunidad, inframundo, tales son las premisas que cabalgan por los cuatro puntos cardinales, la seguridad continúa pendiente en perjuicio de tantos que son víctimas de esta hora aciaga carente de civilidad, ausente de autoridad.
Lo que alguna vez refirió Octavio Paz en torno a la muerte para señalar que el mexicano tiene tanto miedo como los habitantes de otros países, pero que no se esconde, la contempla cara a cara con paciencia, desdén o ironía, tal vez ya no tenga lugar en este nuevo estado de cosas, o tal vez sí, no lo sabemos con certeza. Nuestra realidad es pasmosa, alcanza casos dantescos de ignominia.
Somos un pueblo único, abigarrado entre las costumbres ancestrales que no dejan de mirar a la modernidad, pueblo que mezcla lo alegre, bullanguero, con la estoica melancolía pintada en bronce. El ciclo de vida y muerte está latente como un rasgo inherente a la cultura forjada entre los pueblos raíz con la importación simbólica proveniente de Europa.
Evidentemente la descomposición social es distinguible, el incremento de asesinatos parece imparable en un país que en muchos casos parece encaminarse por los derroteros del estado fallido.
No obstante, más allá de los complejos avatares posmodernos, en Michoacán hay tiempo y espacio para las costumbres de un pasado que no se despide del presente, la cultura tiene sus matices, historias y leyendas surcan caminos de nostalgia que adquieren estatus de leyes no escritas.
En la zona Lacustre michoacana emergen los colores de las flores que siembran las tumbas para evocar la cosmogonía, el umbral y los recuerdos de seres vivos que brotan a borbotones.