Ya se cumplió el primer año de aquella jornada electoral del primero de julio de 2018, la alternancia en forma de victoria de Andrés Manuel López Obrador. Las ilusiones sembradas en aquel día aún no rinden frutos aunque se mantiene la mezcla de esperanza con desencanto, enfoque abigarrado.
López Obrador ha sido persistente, sus características como opositor, en su momento, no las tiene nadie de sus antagonistas porque los partidos adversarios no lucen articulados, cada cual enfrenta su propia dimensión de crisis.
El 1 de julio del año anterior José Antonio Meade fue el primero de los oponentes de López Obrador en reconocer su derrota y la del Partido Revolucionario Institucional quien lo había postulado a pesar de no tener membresía en el tricolor. Menos de una hora después Ricardo Anaya hizo lo propio y el camino se despejaba. El entonces candidato de Morena se levantaba con un triunfo contundente, si habláramos en términos futbolísticos diríamos que por goleada, en pugilísticos se trataría de un nocaut.
Ese primero de julio fue de fiesta, apoteosis, el centro Histórico de la capital del país se coloreaba con los que acudían para ser testigos oculares del hecho o ser de los muchos que festinaban a victoria del morenista.
Hace siete meses que gobierna Andrés Manuel López Obrador, los claroscuros son evidentes, suele suceder que quienes son ganadores parece que adquieren un tipo de virus: la soberbia. Al actual gobierno le hace falta ser autocrítico, los políticos no son pequeños dioses ni resultan infalibles.
El gran problema de nuestro país es la inseguridad que adquiere niveles insospechados, las estadísticas son duras, reveladoras; el mes de junio del año en curso es de los más cruentos en la historia del país; los narcobloqueos y las masacres en diferentes puntos del país son escalofriantes.
Por supuesto, se dirá que en siete meses es imposible que se resuelvan muchos de los problemas heredados, cierto, sólo que las expectativas fueron otras porque el actual presidente lo aseguró, reiteró que una vez en el poder acabaría con la corrupción y la violencia.
Una mayoría de electores, más de 30 millones, optaron por la candidatura de López Obrador; el desgaste del entonces presidente Enrique Peña Nieto y su partido era evidente porque el sexenio anterior fue escandalosamente corrupto, las secuelas continúan.
El Partido Acción Nacional no representó un cambio de raíz en los dos sexenios que gobernó con Vicente Fox y Felipe Calderón, Ricardo Anaya no fue exitoso como candidato. Al final el cómputo de los votos fue claro como irremediable, López Obrador ganó con un margen contundente.
Ya ha pasado un año del 1 de julio, algunos de sus votantes lucen arrepentidos, otros aunque no están satisfechos con el gobierno morenista han manifestado su no arrepentimiento. Una cosa es cierta, el margen de aprobación del presidente López Obrador aún es alto, así lo indican diversas encuestadoras.
Aunque la inseguridad no se ha resuelto ni disminuido, el crecimiento económico no se pronostica como se ofrecía y el combate a la corrupción no ha pasado de escaramuzas.
Lo que pervive es el nivel de polarización que no es conveniente, adjetivar y etiquetar a quienes discrepan del presidente no es lo deseable en una democracia, lo mismo para quienes respaldan al mandatario. Disentir es una característica de la democracia.